En dos artículos anteriores hacíamos referencia a la estelar carrera de Velázquez y a la inmensa influencia posterior que su obra ha ejercido sobre artistas de todos los estilos. Entonces ¿cómo se puede afirmar que el excelentísimo pintor de cámara de un monarca absoluto democratiza este arte?
La respuesta a esta pregunta nos depara un recorrido que empieza con uno de sus cuadros de juventud, de la etapa en la que todavía estaba intentando ser reconocido como artista en su Sevilla natal.
El arte de la Vieja friendo huevos
Para entender la trascendencia de la Vieja friendo huevos, un bodegón ejecutado tan sólo un año después de que Velázquez aprobara el examen que le otorgaría el título de pintor, necesitamos acercarnos a la mentalidad de inicios del siglo XVII.
En esta época, el bodegón se consideraba un género menor cuya función no era hacer alarde del talento o de la maestría técnica del artista, sino decorar los comedores de los mecenas, desplegando la riqueza que éstos tenían.
Sin embargo, el joven Diego, con sus 19 años, consigue darle totalmente la vuelta a este concepto. Lo que pinta es una morada humilde donde la comida escasea: ajo, huevos, una calabaza y un poco de aceite… El modesto aspecto de los dos personajes -evidenciado por la suciedad del paño que cubre la cabeza de la anciana y por el corte de pelo que lleva el muchacho- nos habla de la forma de vida de una clase social muy poco privilegiada.
Pero esto no impide a Velázquez retratarlos con extremo esmero en una composición digna de ser admirada como un virtuoso exponente del naturalismo tenebrista. Con tanta perspicacia que hasta Francisco Pacheco, su maestro y acérrimo defensor de las normas clásicas que explaya en su tratado El arte de la pintura, se vio obligado a replantearse sus convicciones:
“¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí, si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otros, y merecen estimación grandísima;”[1]
Personajes singulares de la Corte del Rey Planeta
Con esta maravillosa cita de Pacheco en mente, saltamos a otro periodo de la vida de Velázquez, cuando su talento ya lo había convertido en pintor de cámara de Felipe IV y en “conservador” de las colecciones de la Corona.
Y es que, aparte de retratar al Rey Planeta y a personajes tan poderosos como el conde-duque de Olivares, el magnífico artista encontró espacio para inmortalizar también a otros residentes de la Corte. Enanos, bufones y personas singulares que habían sido contratadas como funcionarios encargados de divertir a los aristócratas y distraer de los problemas de la monarquía.
Lejos de emplear un tono de burla, Velázquez los trata con una dignidad antes reservada a los miembros de la nobleza. Por ejemplo, El bufón don Diego de Acedo (c. 1636-45) aparece rodeado de libros para destacar su gran intelecto, Francisco Lezcano «el Niño de Vallecas» (1635) transmite una juvenil inocencia y Mari Bárbola tiene una presencia comparable a la de la misma infanta Margarita en el famoso cuadro que actualmente conocemos como Las meninas (1656-57).
Dioses con rostros plebeyos
Pero la creación de este artista va más allá los muros de los palacios madrileños, hecho que podemos observar en algunas de sus pinturas mitológicas. En éstas resulta innegable la influencia clásica de los maestros que Velázquez tuvo ocasión de admirar durante sus viajes a Italia. Pero también se hace patente el interés por la vida y por la realidad de aquella gente común que mantenía el insostenible peso de un imperio que empezaba a vislumbrar su declive.
En este sentido, podemos citar cuadros como El triunfo de Baco (1628-29) que muestra a campesinos que beben para celebrar la cosecha, La fragua de Vulcano (1630) que nos presenta el arduo trabajo de un taller de herreros o Las Hilanderas (c. 1657) que nos habla de la incesante labor de las mujeres empleadas en una fábrica de tapices.
El esclavo Juan de Pareja
Mas pocas otras obras manifiestan tal apego por la sustantividad de una presencia concreta como lo hace el retrato de Juan de Pareja (1650), que todavía era esclavo de Velázquez en el momento de posar para este óleo. Dicho cuadro fue realizado durante el segundo viaje a Roma y expuesto en el pórtico del Panteón, según nos relata Palomino:
“se puso este retrato con tan universal aplauso en dicho sitio, que a voto de todos los pintores de diferentes naciones, todo lo demás parecía pintura, pero este solo verdad”.[2]
Todos los lienzos mencionados están cargados de una penetrante realidad y de ilusiones ópticas en cuya textura late la vida de gente humilde, de personas marginadas e incluso de alguien que había sufrido la esclavitud… Emociones contenidas e historias ambiguas que pertenecieron a existencias sublimes en su unicidad. Miradas sostenidas con una dignidad que les era negada en su contexto social y que logran recuperar ante nuestros ojos, a través de la pintura de Velázquez.
[1]Pacheco, F. (1649) Arte de la pintura, su antigüedad y su grandeza, ed. Bonaventura Bassegoda i Hugas, Madrid: Cátedra, 1990, p. 527.
[2]Palomino, A. (1796-97) El museo pictórico y escala óptica III. El parnaso español pintoresco laureado, Madrid: Aguilar S.A. Ediciones, 1988, pp. 238-239.