El amor por el paisaje
Paul Nash nace en Londres en 1889 y pasa su infancia en Buckinghamshire, entorno que despierta en él una intensa fascinación por la Naturaleza que marcará su vida y obra. Incluso una vez dentro de la Escuela de Bellas Artes UCL de Londres (a la que ingresa en 1910) presta escasa atención a la figura humana. Prefiere centrarse en la representación del paisaje aprovechando que, desde el siglo XIX, éste se había afianzado como género pictórico independiente.
Su particular filosofía de la Naturaleza se vincula a un amor genuino por los árboles, tal y como apunta en una carta de 1912:
“He intentado…pintar árboles como si fuesen seres humanos…porque amo y adoro sinceramente a los árboles y sé que son personas maravillosamente bellas – mucho más que la mayoría de gente que uno conoce.”[1]
Un giro trágico: la Gran Guerra
En 1914 su vida -y la de millones de personas- dará un giro trágico, marcado por el estallido del mayor conflicto presenciado hasta aquel momento: la Primera Guerra Mundial. Paul Nash, como muchos otros intelectuales de su tiempo, se enlista en el ejército. Es enviado -en febrero de 1917- como subteniente del Royal Hampshire a la base de San Eloy en Ypres Salient (Bélgica).
Al llegar, se encuentra un ambiente relativamente tranquilo que le hace albergar la esperanza de que, con la primavera, el paisaje– destrozado por las primeras dos batallas de Ypres- pueda recuperarse. No obstante, en esta destrucción del entorno, percibe un cambio en la relación del hombre con la Naturaleza. Un cambio que traduce en nuevos simbolismos de los arboles que plasma en acuarelas como Caos Decorativo.
De vuelta a Londres
La suerte, disfrazada de accidente, hace que se caiga a una trinchera, se rompa una costilla y sea mandado de vuelta a Londres (el 1 de junio) para recuperarse. Porque sólo unos días más tarde (el 7 de junio) comienza la Batalla de Messines, en la que mueren la mayoría de sus compañeros del frente. Impactado por este hecho y considerándose afortunado de estar vivo, empieza a trabajar los apuntes que había tomado en Bélgica. Los convierte en dibujos a tinta, tiza y acuarelas.
El paisaje, Hill 60 representa el lugar donde habían perecido sus camaradas: una colina transformada por los explosivos en un inmenso cráter lleno de barro y desperdicios.
Lugares embarrados
Viendo su trabajo, el ya famoso paisajista Christopher Nevinson le aconseja convertirse en artista oficial de la guerra y colaborar con la propaganda bélica dirigida por Charles Masterman. En esta cualidad, Paul Nash regresa a Ypres Salient en plena batalla de Passchendaele. Durante las 6 semanas que pasa en el Frente Occidental completa unos “50 dibujos de lugares embarrados”. Regresa a Londres y los plasma en pinturas al óleo, para un uso más efectista del color.
Un caso especial
Aunque (desde 1917) sus obras más importantes son comisionadas por la Oficina de Propaganda, éstas muestran una firme posición anti-bélica, discordante del discurso heroico que la Escuela Victoriana quería transmitir. De hecho -en una carta a Margaret Odeh (su esposa), Nash define claramente sus intenciones, radicalmente opuestas a continuar el conflicto:
“Ya no soy un artista interesado y curioso, soy un mensajero que traerá la palabra de los hombres que están luchando a aquellos que quieren que la guerra continúe para siempre. Pálido, inarticulado será mi mensaje, pero contendrá una amarga verdad y ojalá queme sus almas malvadas”[2].
El camino de mulas -su primer óleo sobre lienzo- describe algo de este horror. Se trata de un cargamento de mulas, presentado de lejos, que ha sido bombardeado. Los animales, aterrorizados, aparecen como marionetas minúsculas a expensas del caos y de la destrucción. Troncos mutilados de árboles quedan como testigos carbonizados de lo sistemático de estas acciones. Una perspectiva desanclada sobre un laberinto terrible, del que no hay escapatoria.
La ruta a Menin -considerada por el autor como su mejor trabajo- le fue encargada por el Comité Británico del Memorial de Guerra para un proyecto que pretendía reflejar discursos nacionalistas como el heroísmo de los soldados, en relación a artistas quattrocentistas como Paolo Uccello. Lejos de lo que se le había pedido, Nash describe la ruta entre Ypres y Menin. Ya no hay camino porque éste ha quedado destrozado por los explosivos. Los soldados, empequeñecidos, intentan seguir avanzando entre los inmensos cráteres llenos de agua y desperdicios de guerra. El fondo se cierra con nubes de gas y polvo por donde nada parece que pueda pasar.
El trauma de la Naturaleza
En su concepción del paisaje anterior a la guerra, la naturaleza se mostraba como sublime y misteriosa. Para plasmarla, elegía momentos especiales -como el amanecer o el atardecer- que venían a significar esa unión con lo divino o a enfatizar valores como la amistad o el amor. Pero en esta carta (del 13 de noviembre de 1917) que le escribe a su pareja, Nash afirma:
“La salida del sol y su ocaso son blasfemos, son burlas para el hombre; sólo la lluvia negra, que baja de las nubes heridas e hinchadas a través de la amarga oscuridad de la noche puede ser una atmósfera apta para una tierra así. La lluvia sigue sin parar, el fango pestilente adquiere un maldito color amarillo, los cráteres de los obuses se llenan de agua de un verde blancuzco, las carreteras y los senderos se cubren por pulgadas de limo, los negros árboles moribundos humean y sudan y los obuses nunca cesan. Solamente ellos cuelgan en lo alto, arrancando troncos de árboles podridos, rompiendo las tablas de los caminos, derribando caballos y mulas, aniquilando, mutilando, enloqueciendo, se sumergen en la tumba que es esta tierra. Una tumba enorme y arrojan sobre ella a los pobres muertos. Es indescriptible, desprovista de Dios, de esperanza…”[1]
El mundo nuevo
Durante su estancia en el Frente Occidental, Nash había hecho un dibujo a lápiz y tinta llamado Amanecer: Inverness Copse que presentaba un campo de batalla del verano de 1917. Se trataba de un paisaje desolado, con troncos de árboles muertos y cráteres iluminados por un sol pálido. En 1918 decide convertirlo en una gran pintura al óleo sobre lienzo bajo el título Estamos haciendo un mundo nuevo.
Un mundo nuevo que, lejos de las esperanzas positivistas, había caído presa de la capacidad destructora de las nuevas armas surgidas del progreso tecnológico. Al que la guerra, lejos de rejuvenecer o purificar, había matado. Un universo extraño que ya no tiene cabida para la vida.
Se trata de una composición extraordinariamente sencilla y abstraída: no hay personajes ni detalles. Nada que distraiga la atención de los restos mutilados de los árboles, de los cráteres llenos de barro o del sol abrasador.
En el momento de ver esta obra, en 1918, Arthur Lee (encargado oficial de los artistas de guerra) piensa que se trata de una broma… No hay elementos que hablen de los soldados, del heroísmo o de la batalla en sí. Ni bandos, ni referencias tópicas. Nada más que desolación…
Pero es justamente esta sencillez lo que hace que sea arte. Es esta falta de elementos que la vinculen a un lugar o tiempo concretos lo que permite que la obra sea capaz de mostrar los estragos de la guerra -no sólo de la Gran Guerra, sino de cualquier guerra- en su universalidad y en su crudeza.
[1] ABBOT, C. y BERTRAM, A., Poet and painter: being the correspondence between Bottomley and Paul Nash, Nueva York, 1955, p. 42 .
[2] HAYCOCK, D., A Crisis of Brilliance: Five Young British Artists and the Great War, Old Street Publishing, Londres, 2009, p.38.
[3] Idem