Tras una exposición realizada para la Bienal de Sevilla en 2004, el mundo se hizo eco de la extraña figura de Miroslav Tichý: un fotógrafo vagabundo que se paseaba por las calles de la pequeña ciudad checa de Kyjov con su cámara hecha a partir de objetos recogidos de la basura.
Por su insólito estilo de vida, fue catalogado como artista outsider. Sin embargo, rechazó esta etiqueta, la fama tardía y el dinero proveniente de la venta de sus obras: “La gente me pregunta: ¿Qué es usted, Sr. Tichý? ¿Es pintor, escultor o escritor? Respondo: ¿Sabes quién soy? Soy Tarzán retirado.”[1]
Miroslav Tichý en el mundo del arte
Más que Tarzán, Miroslav Tichý era una especie de Diógenes moderno que se atrevía a bromear acerca de su propia tragedia y a mantenerse firme en su marginalidad.
Pero no siempre fue así… Antes de arrinconarse en la periferia del mundo del arte, Tichý había explorado su centro… Estudió en la Academia de Bellas Artes de Praga, aprovechando el breve aliento de libertad que Checoslovaquia conoció tras la Segunda Guerra Mundial.
Mas la República restablecida apenas duró un suspiro. El 9 de mayo de 1948 se instauró el comunismo, proyectado a la sombra de Stalin. Fueron años duros, de purgas, detenciones y amenazas. No sólo dirigidas contra los opositores del régimen, sino contra todo aquel que tuviera una visión diferente.
Muchos profesores de la Academia quedaron sustituidos por miembros afines al Partido. Los alumnos pasaron de retratar mujeres bohemias a dibujar hombres vestidos de uniforme, felices de trabajar para el nuevo orden.
Tichý, fuera del sistema
Tichý se negó a hacerlo… Aquello no era arte: era propaganda de unos ideales que no eran los suyos. Dejó la Academia y fue obligado a ingresar en el servicio militar. Tampoco encajó, así que lo tacharon de loco…
Lo condenaron a la cárcel y a recibir con regularidad los “tratamientos” de la clínica psiquiátrica de Opova, una institución ligada a la maquinaria represiva del poder totalitario.
Finalmente, le permitieron volver a su pueblo y vivir en casa de sus padres. Aquí Tichý se aisló del mundo y empezó a pintar para sí mismo. Trabajó en óleos y acuarelas imaginando mujeres. Incluso participó en algunas exposiciones junto a otros artistas locales.
Pero los años de terror de la dictadura habían hecho mella. Nada – ni siquiera el arte- conseguía aliviar su memoria. La doctrina estalinista parasitaba conciencias y unas pinturas modernistas no eran suficientes para contrarrestarla.
La perspectiva de un Diógenes moderno
Miroslav Tichý necesitaba encontrar su propio estilo. Otro medio para visibilizar aquella tragedia colectiva sobre la que nadie se atrevía a murmurar. Halló inspiración en el cínico más auténtico de todos los tiempos: Diógenes de Sinope, el sabio de la Grecia Antigua que hizo de la pobreza una virtud. El que nada tiene, nada teme… Y Miroslav estaba harto de ser preso del pánico.
A inicios de los años ‘60 decidió descuidar su apariencia. Dejó de cortarse el pelo y de afeitarse la barba. Empezó a deambular sin rumbo por las calles de Kyjov, vestido con un traje sucio y armado con una cámara que había heredado de su padre, arreglada con desechos.
Transformado en la antítesis del hombre-modelo comunista (bien aseado y que llegaba a tiempo a la fábrica, para cumplir el plan quinquenal), el artista alienado captaba lo que le llamara la atención. El tiempo detenido y la belleza de las casualidades: “Un error, un error. Eso es lo que hace la poesía, lo que le da la cualidad pictórica. La filosofía es algo abstracto, pero la fotografía es concreta, una percepción.”[2]
Miroslav Tichý: mirada y marginación
El universo femenino le fascinaba, era el tema principal… Aunque solía admirarlo de lejos, sin osar acercarse. Andrajoso y marginado, Tichý prefería pasar inadvertido. Ser un nadie que lo veía todo. Muchas de las mujeres retratadas no parecen conscientes de su presencia. Algunas le sonríen como se le sonríe a pobre bohemio que te pide posar para una foto imaginaria, sin sospechar que su cámara compuesta por latas y tapones podría funcionar.
Pero el aparato funcionaba, igual que lo hacía la improvisada instalación que servía para revelar: “Por supuesto que funcionó. Cuando hago algo, tiene que ser preciso. Claro que funcionó de manera imprecisa. Ese fue quizás el arte.”[3]
El resultado son imágenes cargadas de una extraña melodía. De magia, elegancia y ternura. Y también de gestos abstraídos, ensimismamiento y preguntas silenciosas: ¿Cómo somos cuando pensamos que nadie nos ve? ¿Nos mostramos diferentes para satisfacer la mirada de los demás?
Miroslav Tichý observaba desde afuera, a través de una lente impregnada de miseria, caos y soledad. No quería participar en ese juego, sino todo lo contrario…
La fotografía de un disidente
Él representaba un fantasma del viejo mundo que el nuevo gobierno había enterrado con demasiada prontitud, olvidándose de matarlo. Su vida era todo lo que le quedaba, así que la convirtió en arte. En un insulto al mito del progreso y de la Historia moviéndose en sentido ascendente. En una mancha en la cara de la Utopía.
Pero, como cualquiera que se aventure a cuestionar el credo dominante, pagó por ello. Durante unos 20 años, con ocasión de las festividades de estado (como el Primero de Mayo o el aniversario de la Revolución de Octubre) la policía venía a buscarlo a casa. Necesitaban “limpiar” las calles para la visita del secretario local del Partido. Aprovechaban para llevarlo a una clínica psiquiátrica donde “normalizarlo”. Porque Miroslav evidenciaba la anomalía de aquella “normalidad” con su irreverente sentido del humor:
“Una vez, la policía se olvidó de recogerme el Primero de Mayo. Ya tenía hecha mi maleta pequeña y estaba esperando a que vinieran a llevarme al manicomio. Esperé y esperé, pero no llegaron. Entonces me cansé de esperar y salí de la casa hacia la plaza. (…) En el ayuntamiento habían construido una tribuna y en el podio alguien pronunciaba un discurso. Fui a la iglesia al otro lado de la plaza, subí las escaleras y me senté en el último escalón. Yo estaba entonces a la misma altura que la tribuna y podía verlo todo. Y todos me vieron a mí. Pasaron unos dos minutos y de repente mis policías estaban parados a mi lado. Y pronto estuve de camino al manicomio.”[4]
La belleza de las preguntas de Miroslav Tichý
Miroslav Tichý recordaba su propio drama con serenidad e ironía. Como si se tratara de una obra de teatro del absurdo en la que logró ser tanto protagonista como espectador. Una de esas historias donde el que parece “el loco del pueblo” es quien piensa con mayor claridad. Aunque vea el mundo a través de una cámara fabricada con residuos. O justamente por eso…
En sus fotografías de contornos difusos, la realidad es presentada como ilusión y la belleza, como un sueño lejano. La vida cotidiana se transforma en arte y el arte, en el derecho a clamar la diferencia. A nunca dejar de cuestionar:
“Una y otra vez oigo: ¡la vida, la vida! Pero nadie sabe lo que la vida es. ¿Puedes decirme qué es la vida? ¡Defínela![5]
[1] Roman Buxbaum (2010) «Miroslav Tichý: Tarzan Retired» en ASX: americansuburbx.com [consultado el 25.02.2022]
[2] Idem
[3] Idem
[4] Idem
[5] Idem