Marianne North fue una artista botánica y la protagonista de una aventura que la llevaría a los parajes más remotos y deslumbrantes del mundo. Armada con pinceles, colores y una curiosidad insaciable, esta intrépida pintora se embarcó en un viaje que trascendería geografías, para crear puentes entre el arte y la ciencia.
Marianne North: de las notas a los pinceles
Nacida en el seno de una familia nobiliaria de la ciudad de Hastings (Inglaterra) en 1830, Marianne North empezó su vida artística de una forma inesperada. Desde muy temprana edad, estuvo inmersa en el ámbito musical.
Sus primeros años quedaron marcados por lecciones de canto, melodías y la esperanza de convertirse en música profesional. No obstante, a pesar de su dedicación, su familia se dio cuenta de que la voz de Marianne no poseía las cualidades necesarias para destacar en ese campo.
Pero, cuando una puerta se cierra, se abre una ventana. Para ella, la «ventana» fue el arte de la pintura. Abandonando las partituras y las notas, tomó el pincel y la paleta de colores.
Empezó a pintar flores, árboles y toda clase de plantas. Los jardines de su hogar y los paisajes que la rodeaban estaban llenos de colores y formas que encendían su imaginación. Cada pétalo y cada sombra hablaban de la complejidad y belleza del reino vegetal.
Sin embargo, hasta que la tragedia no llegó a su vida de manera inesperada, Marianne North no le dio mayor relevancia a la pintura. Su madre falleció en 1855. Para lidiar con esta pérdida, emprendió viajes familiares junto a su padre y su hermana.
Se refugió en la curiosidad por el mundo y el amor por la naturaleza, que captaba a base de pinceladas. Así, a través de la lente del arte, aprendió a procesar el dolor, a valorar la belleza en medio de la adversidad y a crecer a partir de las experiencias cotidianas.
De viajes paisajes y plantas
Conoció a Sir Joseph Dalton Hooker, el entonces director de los Jardines Botánicos Reales de Kew, que mostró interés en sus obras. La mirada de Marianne no solo reparaba en la esencia estética de las flores, sino también, en sus características botánicas. Poco a poco, ella había descubierto un universo donde las plantas eran mucho más que simples adornos: eran protagonistas de historias, portadoras de secretos y testigos silenciosos de los ciclos de la existencia.
Después de que su hermana se casara en 1864 y de que su padre, Frederick North, perdiera su escaño en el parlamento británico en 1865, los dos viajaron todavía más, visitando lugares como Suiza, el Tirol del Sur, Siria y Egipto. Cuando volvieron a Inglaterra, Marianne pudo dedicarse a la botánica de una manera algo más directa:
“La siguiente temporada, 1867, no permanecimos mucho en Londres, sino que nos dedicamos al jardín de Hastings. Mi padre construyó tres invernaderos: uno para orquídeas, otro para plantas de zonas templadas y otra bastante fresca para vides y esquejes. Vivimos en esas casas toda la primavera, mi padre fumando y leyendo en la zona templada, donde teníamos mesa y sillas, mientras yo lavaba y curaba todas las plantas enfermas y colocaba los jóvenes retoños en macetas.”[1]
Frederick North enfermó y murió en 1869. Durante una temporada, Marianne quedó presa del silencio. Sumida en el duelo. Hasta que un día tomó la decisión de irse de la casa familiar y convertir su dolor en propósito:
«Las últimas palabras que pronunció fueron: «Ven y dame un beso, Pop, sólo voy a dormir». No volvió a despertarse y me dejó completamente sola. Yo deseaba estarlo; no podía soportar hablar de él, ni de ninguna otra cosa y resolví mantenerme alejada de todos los amigos y parientes hasta que me hubiera reeducado en esa alegría que hace la vida agradable a los que nos rodean. Abandoné para siempre la casa de Hastings».[2]
Marianne North: la vuelta al mundo en 800 pinturas
Fue entonces cuando Marianne North comenzó a viajar sola, algo de lo más inusual para una mujer de su tiempo. Aventurarse a lugares remotos y desconocidos era un acto de audacia sin precedentes para una dama del siglo XIX.
Su brújula interna la guio primero a Sicilia, donde plasmó en lienzos la evocadora luz mediterránea. Sin embargo, su verdadera aventura comenzó en 1871, llevándola a explorar la rica biodiversidad de Canadá, Estados Unidos y Jamaica. Brasil fue particularmente especial para ella, ya que pasó un año allí, enraizada en la profundidad de sus selvas y trabajando en una cabaña humilde.
Su ruta por América se debió, en parte, a la influencia de Frederic Edwin Church, un renombrado pintor paisajista a quien ella admiraba. Así, en 1875, Marianne North se embarcó en un viaje alrededor del mundo. Desde las islas de Tenerife, pasando por los paisajes imponentes de California y Japón, hasta los exóticos parajes de Borneo, Java y Ceilán, cuya esencia intentó captar en su cuaderno de apuntes. En 1878, el complejo mosaico de la India la mantuvo ocupada durante todo el año, añadiendo cada vez más obras a su creciente colección.
A su regreso, la revista «The Graphic» le dedicó un artículo y una exposición en Kensington que presentaba 512 de sus pinturas. Posteriormente, Marianne ofreció todas sus obras a los Reales Jardines Botánicos de Kew, con la condición de edificar un espacio específico para exhibirlas. Bajo el diseño de James Fergusson, se construyó la galería que hoy lleva su nombre, con más de 800 piezas, reflejo de sus viajes y descubrimientos.
En 1880, inspirada por Charles Darwin, se aventuró hacia Australia y Nueva Zelanda:
«Charles Darwin… era, a mis ojos, el hombre vivo más extraordinario… él pensaba que yo no debería intentar ninguna representación de la flora del mundo hasta que no hubiera visto y pintado la australiana. Decidí considerarlo como una petición real y partir de inmediato».[3]
El legado científico de una artista viajera
A pesar de su cada vez más debilitado estado de salud, Marianne continuó viajando. Tras conocer a la artista botánica Katharine Saunders en Sudáfrica, exploró otros lugares como las islas Seychelles y Chile, entre 1884 y 1885. Documentó nuevas especies vegetales (como Areca northiana, Chassalia northiana o Crinum northianum), junto con el hábitat donde éstas crecían, con una meticulosidad tremenda, antes de la aplicación masiva de la fotografía a esta disciplina. De hecho, su contribución científica fue tal, que actualmente hay todo un género de plantas llamado “Northia”, en honor a ella.
Sin embargo, la vida le presentó un último desafío y ella decidió establecerse en Alderley, (Gloucestershire), donde el 30 de agosto de 1890 finalizó su viaje terrenal.
Había dejado un impresionante legado visual de flores y paisajes. Y algo más que eso: la historia de una mujer determinada a vivir plenamente. A buscar respuestas en la naturaleza y a encontrar belleza en cada rincón del planeta, celebrando no solo el arte y la ciencia, sino el espíritu humano, con su capacidad para soñar, explorar y crear.
[1] North, Marianne (1894): Autobiografía (Memorias de una vida feliz), Londres: MacMillan & Co.
[2] Idem
[3] Idem