Leonora Carrington es una artista asombrosa. Sus extrañas pinturas nos transportan a universos llenos de fabula y de misterio. Sus escritos impactan e inspiran.
Su obra nos hace notar que la realidad es mágica. En sus cuadros, el lado maravilloso de la Naturaleza se revela ante nuestros ojos con insólita libertad. Con esa especie de osadía inherente a los sueños que tanto admiramos en el arte. Con ese irredento valor de existir auténticamente que tanto anhelamos para nuestras vidas.
La libertad es preciosa. Es parte de lo que nos hace humanos. Tenemos la suerte de habitar un contexto cada vez más consciente del derecho de cada persona a ser quien es y de vivir acorde a su manera de sentir.
¿Pero qué ocurre cuando esto se niega? Ante un entorno indiferente a la individualidad que pretendiera encajarnos en unos roles preestablecidos… ¿Qué estaríamos dispuestos a sacrificar para alcanzar la ansiada libertad?
La respuesta de Leonora Carrington fue simple y aplastante: absolutamente todo. Su vida de lujos, su seguridad, el vínculo con su familia, su salud física y mental, su ego, su amor, su esperanza…
Absolutamente todo sólo por atreverse a ser quien era: una mujer decidida a seguir su propio camino. Una artista colosal.
La infancia de Leonora Carrington: arte e imaginación
Leonora Carrington nació en Lancashire (Inglaterra) el 6 de abril de 1917 en el seno de una familia adinerada. Se crió en un castillo neogótico rodeado de jardines y bosques. Fue a las mejores escuelas para doncellas de la alta sociedad inglesa. Pero su carácter indómito le valió la expulsión de dos de ellas.
Leonora era una muchacha excepcional e imaginativa. Su mundo estaba poblado por gnomos, duendes, gigantes y fantasmas. Le gustaba la mitología celta y debatir con sus hermanos. Sus ideas rebeldes y amigos sobrenaturales no encajaban bien con la estricta doctrina de las instituciones educativas católicas. Muchos años más tarde, la pintora recordaría:
“En ese ambiente me crié. Yo ya dibujaba caballos de niña, y me salí, pese a la oposición de mi casa, con la mía. Al final estudié arte».[1]
Su familia la envió a la escuela de Miss Penrose en Florencia, donde Leonora pudo admirar las obras de los grandes maestros del Renacimiento italiano. Después, seguiría sus estudios en la Academia que el pintor cubista Amédée Ozenfant había abierto en Londres.
Más allá del Surrealismo
Así, Leonora Carrington se adentró en las Vanguardias de los años ’30 y conoció al ya establecido pintor alemán Max Ernst, integrante del movimiento surrealista. Durante su breve estancia en París de 1937, conectó con personajes tan reconocidos como Joan Miró, André Breton, Pablo Picasso o Salvador Dalí.
Sin embargo, por muy revolucionario que fuera El Manifiesto de los surrealistas, su comportamiento seguía participando de la cultura misógina de la época. Pretendían tratarla como a una especie de niña-musa.
Pero Leonora nunca se dejó intimidar. Albergaba fe en sí misma y necesitaba encontrar su propio lenguaje: “No tenía tiempo para ser la musa de nadie…Estaba demasiado ocupada rebelándome contra mi familia y aprendiendo a ser artista.”[2]
El lenguaje propio de Leonora Carrington
Lo que sí tenía eran ideas personales acerca de la expresión pictórica. No compartía la obsesión por las teorías de Freud que caracterizaba al resto del grupo. Ella ya atesoraba un mundo interior rico y complejo.
Experimentaba las dualidades contenidas en el hecho de ser mujer. Entendía el cuerpo femenino como fuerza misteriosa de la Naturaleza. Al arte como posibilidad de transformación alquímica de la materia.
Amaba los animales y soñaba con seres híbridos. Su vida estaba llena de símbolos especiales que manifestar en sus obras. Como el caballo, que consideraba su alter ego y guía espiritual o la hiena, que significaba el mundo de la libertad, de la noche y de la unión.
El oasis de Saint-Martin-d’Ardèche
En 1938, Leonora Carrington inició una relación amorosa con Max Ernst, 27 años mayor y ya casado. Se trasladaron a un pueblo pintoresco del sur de Francia.
Decoraron su casa con esculturas de animales guardianes. Se retrataron mutuamente. Él era «Loplop» (un ser híbrido entre pájaro y estrella de mar) y ella, su «Desposada del Viento».
Pero esta época de felicidad y fervor creativo no duró mucho. En septiembre 1939, ante el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Ernst fue arrestado y llevado a un campo de concentración. Primero por los franceses (ya que él era alemán) y luego por los nazis, que consideraban su arte “degenerado”.
Leonora quedó devastada. Aconsejada por una amiga, marchó a España intentando conseguir un salvoconducto para su amante.
Las Memorias de abajo de Leonora Carrington
De camino a Madrid, sufrió fuertes ataques de ansiedad y un brote psicótico. Fue violada por un grupo de oficiales, lo que empeoró sus síntomas de manera extrema. Su padre intercedió para ingresarla en un psiquiátrico de Santander.
En las Memorias de abajo, Leonora Carrington describe con una entereza estremecedora su descenso al inframundo. Su ruptura con la realidad, su lamentable estado físico y mental. Los horribles “tratamientos” que el dr. Luis Morales le administraba, no para ayudarla a mejorar, sino para doblegarla a su voluntad.
“No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras me pusieron un cuerpo horrible: creí que eran los espíritus de todos los españoles aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi sumisión.”[3]
Pero –de alguna manera- Leonora encontró en su interior la suficiente fuerza para salir de aquel lugar. Se escapó en Lisboa, durante el viaje al sanatorio de Sudáfrica al que su familia había decidido trasladarla.
El poeta mexicano Renato Leduc, embajador en Portugal, se casó con ella para otorgarle inmunidad diplomática. Zarparon hacia América, junto con Max Ernst y su nueva esposa -Peggy Guggenheim- que lo había salvado.
Pasó un año en Nueva York, escribiendo sus memorias y exorcizando dolorosos recuerdos en sus cuadros. La relación con Max nunca fue igual. Ella ya no era igual y el mundo había cambiado.
México y el renacer de Leonora Carrington
Después, se fue a Ciudad de México. El país que André Breton llamaría “la verdadera patria del Surrealismo” -con su riqueza cultural y fascinante mitología- volvió a despertar en Leonora Carrington una inmensa pasión por lo desconocido.
Aquí se unió a un grupo de intelectuales expatriados. Conoció a la pintora Remedios Varó -que se convertiría en su amiga íntima- y al fotógrafo Emérico Weisz (apodado «Chiki»), su futuro marido y padre de sus dos hijos.
Vivió de manera humilde, hasta los 94 años, en una casa-estudio hoy transformada en museo. Se dedicó al arte y a explorar el misterio de la Naturaleza. Participó en el movimiento feminista mexicano, reivindicando la magia del cuerpo de las mujeres de todas las edades. Abogando por el derecho de escoger el propio destino.
“Nunca acepté las normas ni las leyes dadas. Me horrorizan; siento un fuerte rechazo por la autoridad, que exista el código que establece lo que es normal y no. […]La realidad es mucho más compleja de lo que imaginamos y por ello no se puede actuar sólo en un marco racional”.[4]
El camino de Leonora Carrington no había sido fácil. Pero al final, la llevó al lugar que siempre le había pertenecido. Allí donde pudiera ser ella misma. Vivir su auténtico arte. Crear su propio universo. Experimentar la magia de habitarlo en libertad. Como un caballo blanco que vuela por los cielos infinitos de la fantasía.
Notas
[1] Leonora Carrington en una entrevista publicada en El País en 1993.
[2] Whitney Chadwick (2017) Farewell to the Muse: Love, War and the Women of Surrealism, New York: Thames & Hudson, prefacio.
[3] Leonora Carrington (1972) Memorias de abajo, México D.C.: Siglo XXI, p. 179.
[4] Leonora Carrington en una entrevista publicada en XL Semanal en 1996.