Además de embellecer nuestras vidas, el arte (sobre todo cuando es marginal) puede convertirse en un marco para reflexionar acerca de los problemas que compartimos.
En un lugar donde acercarnos a conceptos que estructuran nuestro mundo pero que rara vez cuestionamos como: individualidad y sociedad, normalidad y diferencia, identidad y alteridad, nosotros y los otros.
Es una oportunidad para preguntarnos quiénes deciden los límites que separan estos ámbitos y quiénes sufren las consecuencias de la exclusión. Para volvernos conscientes de la ambigua relación que mantenemos con la marginalidad, que tememos por su potencial subversivo, pero a la que siempre volvemos por esta misma razón.
Qué es el arte marginal
Como su nombre indica, el arte marginal (o outsider) se refiere a aquellas manifestaciones que se encuentran en el límite de lo establecido, de lo convencional y de lo académico. Sus representantes buscan expresarse de forma libre y original, alejándose de las normas estéticas dominantes o ignorándolas por completo.
Se trata de un término acuñado por el historiador del arte Roger Cardinal (en su libro Outsider art de 1972) para traducir al inglés el concepto de “art brut” ideado por Jean Dubuffet en los años ‘40 del siglo pasado. No obstante, como veremos, las dos definiciones implican algunas diferencias radicales.
El art brut de Jean Dubuffet
Jean Dubuffet (1901-1985) fue un pintor, escultor y crítico francés, cuya labor se caracterizó por una fuerte oposición a los cánones artísticos establecidos y por una férrea defensa de la creatividad espontánea.
Influido por el trabajo de Hans Prinzhorn y por las impactantes imágenes publicadas en Expresiones de la locura (1922), Dubuffet comenzó a interesarse por aquellas manifestaciones que habían quedado excluidas del discurso tradicional sobre lo que significaba el arte. Por el arte primitivo, el arte popular y, ante todo, por las creaciones de personas que la sociedad había arrinconado en la marginalidad, etiquetándolas como locas, enajenadas o inadaptadas…
Arte, alteridad y marginación
Esto no era algo nuevo. Las primeras Vanguardias ya habían buscado valores y referencias alejadas de las normas académicas. Así, Delacroix encontró inspiración en Marruecos, Gauguin en la Polinesia francesa, Picasso en las producciones tribales africanas y Kandinsky, en el folklore ruso y alemán.
De este entusiasmo por la alteridad (lo otro o lo distinto) surgieron iniciativas como la del hospital londinense Bethlm que, en 1913, organizó una exposición llamada “Postimpresionistas”. Aquí, junto a obras de van Gogh, Matisse o Picasso, se mostraron creaciones de los pacientes del centro para despertar conciencia en torno a su extraordinario valor.
Sin embargo, estos proyectos no surtieron el efecto social deseado. Es más, en 1937, los nazis hicieron algo similar: una exposición que denominaron “Arte degenerado”. Su intención era la de ridiculizar los hallazgos de las Vanguardias y justificar la brutalidad del régimen dictatorial en sus campañas de erradicación de todo aquello que fuera diferente.
Del art brut al arte marginal
Tras la Segunda Guerra Mundial, algunas de las propuestas anteriores a la catástrofe resurgieron de sus cenizas. En 1945, Jean Dubuffet fundó el movimiento “art brut” que defendía la creatividad espontánea de las personas alienadas frente a los cánones estéticos convencionales:
“Me encanta la locura; estoy muy enamorado de la locura. Siento la necesidad de que una obra de arte se acerque por sorpresa, que asuma un aspecto nunca visto, que desoriente mucho y transporte a un ámbito absolutamente imprevisto…”[1]
Para el crítico francés, estas expresiones insólitas constituían el auténtico arte, puro y directo, mientras que los trabajos académicos se limitaban a copiar modelos establecidos. De hecho, el calificativo “brut” se refiere al carácter genuino y sin procesar de unas creaciones no alteradas por la asfixiante idea de “belleza” tradicional.
Ésta es la principal diferencia entre la tesis de Dubuffet y la de Roger Cardinal a la hora de discernir qué es el arte marginal. Mientras que el primero tomaba en cuenta una cualidad intrínseca de las obras, el segundo analizaba la relación de éstas con el mundo del arte, considerando todas aquellas manifestaciones que quedaban fuera de los circuitos oficiales:
“Este arte ha sido creado por individuos comunes que no forman parte del mundo del arte y que, al menos inicialmente, no suelen tener una concepción de sí mismos como artistas o de sus creaciones como arte. Este aspecto es uno de los más radicales (en el sentido estricto de la palabra) de lo potente, evocador, provocador, intenso, personal, desenfadado, expresivo, enigmático, obsesivo, vital, inquietante, brutal, sutil, exótico, enraizado y desafiante que es el arte etiquetado como «outsider».”[2]
El valor de ser diferente
Al margen de esta discrepancia, ambos enfoques sirvieron para reivindicar aquellas expresiones tradicionalmente ignoradas y ampliar el espectro de lo que hoy consideramos arte.
Gracias a esta labor continuada con mucho ahínco durante la segunda mitad del siglo XX, se ha prestado cada vez más atención a las realidades únicas y alternativas de los artistas outsiders. Contamos ya con nombres destacados como: Louis Wain, Clementine Hunter, Friedrich Schröder, Miroslav Tichý, Judith Scott, Dmytro Kavasan o Wu Yulu.
Así mismo, la arteterapia se ha convertido en una disciplina que ayuda a miles de personas a expresar sus emociones y a encontrar su propia voz a través de la creación plástica. Al margen de los cánones académicos, surgen maneras de ver no limitadas por éstos. Voces sorprendentes y extraordinarias que aportan nuevas perspectivas estéticas y conceptuales. Mundos inéditos que constituyen una fuente imprescindible para la renovación del arte actual.
En general, se trata de personas que no se conciben como a sí mismas como artistas, ni a sus trabajos como obras. Crean porque sienten la necesidad de hacerlo, siguiendo un impulso que se manifiesta de manera espontánea y desprogramada. A las afueras de cualquier contextualización histórico-artística y sin nutrirse de ninguna tendencia o movimiento particular.
De lo marginal a lo central en el arte
Por tanto, los objetos creados adquieren el valor de “arte” sólo cuando se exponen a la mirada de los demás, que los transmuta en algo estético. En ese momento, dos mundos distintos (margen y centro, éste y otro) se encuentran.
Pero el diálogo no es posible. Al menos, no el tipo de diálogo que acostumbramos a tener. La contemplación de esta imposibilidad nos enfrenta a una paradoja:
Ante el enigma de una mente singular, somos los “de dentro” quienes quedamos fuera. La alteridad se transforma en algo familiar: por un instante, sentimos lo que es “andar en los zapatos” del otro, al margen de una realidad hermética. Sus búsquedas, anhelos e incógnitas se cristalizan en un eco de nuestra propia vulnerabilidad, sueños y enigmas…
Como diría Roger Cardinal: “Es ese sabor radical y secreto (que se convierte lentamente en comunidad) lo que garantiza la integridad estética, comunicando una belleza espeluznante, nacida de una tensión entre nuestra inquietud y nuestra sensación simultánea de regresar nostálgicamente a un lugar que, de alguna manera, recordamos.”[3]
[1] Jean Dubuffet (1967) Prospectus et tous écrits suivants, París: Gallimard.
[2] Roger Cardinal (1994) “Toward an Outsider Aesthetic” en The Artist Outsider. Creativity and the Boundaries of Culture, D. Hall, Michael y W. Metcalf, Eugene Jr., Smithsonian Institution Press, pp. 21-39.
[3] Idem