Evocación de Cervantes por D. Miguel Viribay Abad.
Probablemente, los intereses para fijar la fecha del Día del Libro exigieron paciencia. Fecha simbólica la de ese día de 1995, decidida por la Unesco según la Conferencia General del organismo; no exento de presiones, incluida las anglosajonas. Se trata de lobbies atentos a los negocios del área, entre los que la cultura alcanza cotas de prioridad, dentro de la cual, la figura de Shakespeare resulta absolutamente central en cuanto que paradigma de las letras inglesas. Una mirada mínimamente perspicaz no ha de tardar en percatarse de ello siguiendo la crítica internacional mediante plumas tan reputadas como la del crítico neoyorkino Harold Bloom; no lo olvidemos, profesor de humanidades en la Universidad de Yale y, ¿porque no?, también son de tener en cuenta cicaterías de escritores tan reputados como Borges, algo espeso y zigzagueante con la obra de Cervantes.
No, no debió resultar cómodo sortear aquella suerte de argucias a la hora de fijar la mítica fecha. Día, de enorme interés para Occidente que, en determinados casos, sigue sin percatarse del peligro que supone para su cultura el poder del área anglosajona, cuya literatura no deja de ser una potente palanca, en cualquier momento, activable a manera de punta de lanza de su política. Sigilosamente, con la aquiescencia de universidades, se crean becas que deciden nombres que ayudan a constituir conductas bien dispuestas para insonorizar libros y autores, cuyas voces pueden molestar o confundir cualquier discurso oficial… Al contrario también sucede con quienes no muestran hostilidad ante dictados, previamente convenidos, con respecto a los poderes de ésta o aquella territorialidad política o dineraria.
En cualquier caso, es lo cierto que el día 23 de abril de cada año renovamos nuestra pautada memoria para recibir el encuentro con los libros, pero también con sus autores, fieles a ese ciclo primaveral que en verdad corresponde al universo de los escritores coetáneos y clásicos; cuyas obras, por de fuera de aquellas y estas tretas urdidas por diferentes intereses, incluidos los de grandes editoriales, no siempre son respetables. Al cabo, correlato y fermento de esta celebración en torno a la literatura y su genética, en la que, de modo central, la soberbia obra de Miguel de Cervantes Saavedra, sepultado a la edad de 69 años, adquiere un lugar de verdadera cima universal. Se trata del autor de una obra tan colosal que parecería como si aún no hubiese encontrado par entre las escritas en todo Occidente. Cultura latina, ante la que la Enciclopedia Inglesa no duda en adoptar la estrategia adecuada para situar a William Shakespeare como paradigma de sus letras, pero también como la figura más importante y reconocida de la literatura de todos los tiempos. Por supuesto, no olvidemos esto, por encima de un clásico de tantos quilates como Homero (inventor de la literatura) y más sobresaliente que el florentino Dante Alighieri, cuyo óbito tuvo lugar el 14 de septiembre de 1321. Sí, 295 años antes de producirse el de Cervantes tras dejarnos una pieza tan realmente colosal como “La divina comedia”. Por cuanto hace a William Shakespeare (1563-1616), en el caso de ser cierta su existencia, falleció (calendario juliano aparte) un día después de producirse el óbito del egregio escritor español.
En España no acaeció otro tanto con Miguel de Cervantes: antes de la entrega de la segunda parte de su magna obra, “Don Quijote de la Mancha”, publicada en 1605, su autor comenzaba a padecer los efluvios de la envidia mediante el llamado “Quijote de Avellaneda, publicado en 1614, probablemente, bajo el aliento de la Inquisición que seguramente entendió mal y pudo pensar peor del discurso de la obra cervantina, hoy universalmente reconocida, merced, a cierto impulso de Alemania y, en particular, de Francia. Sí, por aquellas calendas, cuando los países se percataban del enorme prestigio que podían obtener con sus respectivos patrimonios culturales, la Italia finisecular, conscientemente repensó el legado literario de su Dante Alighieri; Inglaterra, el de Shakespeare… y Francia, con Luis XIV, que tocaba la guitarra cuando en Versalles se hablaba español, de pronto debió reparar en la figura de Cervantes, con el fin de editar a todo lujo su obra más reputada, hecho, en alguna medida, abortado dada la suspicacia del Marques de la Ensenada, seguido por el aliento sin reservas de la Corona. Alertas, que pusieron en guardia a la Real Academia que, después de tres años de trabajo, en 1780 dio luz a la soberbia edición, en reconocimiento a su editor, llamada “Quijote de Ibarra”: cuatro volúmenes ejemplarmente enriquecidos por 33 estampas procedentes de otros tantos grabados calcográficos de los que, en la siguiente entrega, daremos cumplida cuenta.
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