El Greco es uno de los pintores más célebres de la Historia del arte. Su particular estilo, tan reconocible y tan enigmático, todavía logra fascinar a una sociedad convencida de que ya lo ha visto todo. Los colores de sus cuadros -vivos, extraños, irreales- aun vibran con todo el frenesí de un sueño místico. Sus personajes se alargan como llamas consumidas por el deseo de fundirse con el cielo. Sus paisajes brillan con una luz fantasmagórica. El arte de El Greco habita en la Trascendencia.
Su inusual manera de pintar ha suscitado las más diversas pasiones, críticas y teorías. Religiosidad, locura, genialidad, incoherencia, arrogancia y hasta defectos de la vista. Todo en un intento de explicar su insólita forma de mirar, de vivir y de plasmar el mundo. Especialmente en sus últimas obras, realizadas en aquel Toledo de inicios del siglo XVII que seguía conservando algo del aroma de las tres culturas.
Pero, para entender la etapa final de su arte, quizás nos haga falta –como suele pasar a menudo- contemplar con detenimiento sus inicios…
La herencia bizantina
Doménikos Theotokópoulos, a quien conocemos como “El Greco”, nace el 1 de octubre de 1541, en Creta. Probablemente en la ciudad de Candía (Heraklion), actual capital de la isla de historia milenaria que en aquellos momentos se encontraba, desde hacía tres siglos, bajo dominación veneciana.
No obstante la complicada situación política, Creta estaba experimentando un propio Renacimiento cultural, quedando convertida -una vez más- en el puente de unión entre dos sensibilidades distintas: la de Oriente y la de Occidente. Y es que, tras la caída de Constantinopla en 1453, la isla asumió el rol de principal foco artístico cristiano de cultura griega.
La escuela de pintura cretense, que había asimilado el inmenso legado bizantino, logró transformarlo imprimiéndole algunos matices latinos. Figuras alargadas de contornos precisos y elegantes, dispuestas en composiciones equilibradas que hacen las veces de receptáculos para la sabiduría espiritual ortodoxa.
Una estética híbrida que aunaba los estrictos cánones impuestos por la Hermeneia (un tratado de pintura del siglo IX que dictaba cómo se debía realizar el arte religioso) y los nuevos avances surgidos en Italia, con un único propósito: contemplar la esencia misma de la Existencia.
La voluntad espiritual
En el primer libro de su Trilogía de la cultura, Horizonte y estilo, el filósofo rumano Lucian Blaga nos ofrece algunas pinceladas acerca de lo que este tipo de creación implica:
“El pintor bizantino, dominado por la voluntad espiritual, se orienta de acuerdo a aspectos completamente elementales de las criaturas que no percibimos a simple vista y ni siquiera idealmente, pero de los cuales uno puede sospechar que Dios mismo los ve. Para ver las cosas y los hechos tal y como Dios los vería, el pintor bizantino debe salir de sí mismo y tomar, a través de un salto extático, una posición teocéntrica. […] Desde tal ángulo, las creaciones de estilo bizantino adquieren una especie de reflejo de inmutabilidad; algo de lo estático y de lo no creado: grande, elemental, universal, que existe más allá de la vida y de la muerte.”[1]
Una mezcla singular de tradiciones
En esta escuela cretense -con este tipo de pensamiento– se formó el Greco que, a los veintidós años, desempeñaba ya oficialmente la profesión de pintor de iglesias. A los veintiséis, se trasladó a Venecia, donde aprendería los secretos de los colores y de la perspectiva lineal, dejándose seducir por la magia de los cuadros de Tiziano.
Tres años después, iría a Roma en pleno auge del Manierismo para conocer, de primera mano, el por qué de las colosales leyendas de Miguel Ángel y Rafael. Aunque evidentemente influido por los dos, un desafortunado comentario en contra del primero le costaría al cretense la caída en desgracia para los mecenas de la ciudad eterna…
Expulsado del Palacio del cardenal Farnese y prácticamente, de Roma, El Greco llegó a Toledo a mediados de 1577. Fue aquí donde encontró su casa, su fama, su familia y su fortuna.
El genio de El Greco en Toledo
Pero, ante todo, fue aquí donde halló espacio para desarrollar su peculiar estilo pictórico. Inventó una mezcla asombrosa de tres tradiciones distintas que no se parecía a ninguna de ellas. Combinó los colores de ensueño de Tiziano, la monumentalidad de los cuerpos de Miguel Ángel y la intensa espiritualidad de las composiciones bizantinas, haciendo brotar enigmáticas visiones irreales de su propia Verdad.
Los cuadros de El Greco están llenos de figuras atormentadas por la llama del fervor religioso. Muestran vivencias místicas impregnadas de una saturación suprema. Siluetas sinuosas que dejan atrás la materialidad para convertirse en almas. Santos portadores de un dinamismo cósmico que nos atrapa y que nos arrastra, inexorablemente, hacia el Cielo.
[1] Blaga, L. (1935) Horizonte y estilo, Bucarest: Humanitas, 2011.