“Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado.”
Esto es lo que Dios le hace saber a Adán en uno de los textos más bellos del Renacimiento italiano: el Discurso sobre la dignidad del hombre, escrito en 1486 por el filósofo Giovanni Pico della Mirandola.
Muchos de los avances de la Edad Moderna se debieron a esta nueva mentalidad humanista. Fueron fruto de la creciente consideración sobre la radical libertad que caracterizaba al hombre desde el inicio de los tiempos. Sobre su especial dignidad como culmen y “connubio” de toda la existencia. Un ser capaz de definirse a sí mismo y de asemejarse a la divinidad en su potencia creadora.
El cuerpo femenino y su representación en el arte
Sin embargo, Eva no corrió la misma suerte. Su figura nunca llegó a representar la obra maestra de Dios. Para el mundo medieval, era la compañera de Adán, creada para (y en relación a) éste. Él encarnaba lo uno y ella, lo otro o lo contrario. Es más, a raíz del episodio de la manzana, pasó a significar el pecado y la tentación de lo prohibido que lleva, inexorablemente, a la destrucción.
Aunque el Renacimiento conoció a soberanas poderosas como Isabel de Castilla y a artistas brillantes como Sofonisba Anguissola, la mentalidad social en cuanto a la naturaleza femenina no varió demasiado.
Para muchos intelectuales de la época, el cuerpo del hombre encarnaba la perfección natural. Era la medida de todas las cosas y, por tanto, algo digno de ser admirado públicamente. El hombre de Vitruvio (el famoso dibujo de Leonardo Da’Vinci) y el David de Miguel Ángel (quizás, la escultura más emblemática de Florencia) son sólo dos de los ejemplos más destacados.
Pero no así el desnudo femenino. Sin superar las iconografías que lo relacionaban con el mal, el interés por el mundo clásico propició un retorno a la idea de la mujer como diosa sensual. A la Venus ajena al pudor, relegada al ámbito privado y convertida en un objeto de deseo para la mirada masculina.
Cuerpo femenino y mirada masculina
Este tratamiento tan distinto de los dos cuerpos dio lugar a una brecha diferencial basada en el género que, adoptada por las corrientes posteriores, todavía pervive en la plástica actual.
El arte barroco aprovechó el halo de algunas narraciones bíblicas o mitológicas para disfrazar el tema de una “feminidad” asumida como medio para el placer masculino. Por ejemplo, la historia religiosa de Susana en el baño habla de un acoso sexual revestido de erotismo. De una violencia evidente, pero aceptada y normalizada, también recreada en escenas inspiradas por Las metamorfosis de Ovidio, como Leda y el cisne o Apolo y Dafne.
A todo esto, la imaginación del siglo XIX irá sumando leyendas oscuras sobre personajes inquietantes que alguna vez se atrevieron a cuestionar el rol que les había sido impuesto. Así, los salones de arte se llenaron de “nuevas Evas”: vampiresas, lamias, sirenas, Medusas, Circes, Liliths, Salomés, Ofelias y Judiths.
Seres extraños, dotados de una belleza antinatural, junto a los cuales la mirada patriarcal proyectaba un mundo lleno de temores. Fascinantes y crueles, estas femmes fatales eran la antítesis de la donna angelicata: lejos de ayudar al hombre a elevar su alma, lo llevaban por el camino de la perdición.
Para el arquetipo de la mujer ángel del hogar, esta sociedad sí tenía espacio. Una figura frágil y sentimental. Pura y asexual. Encantadora y delicada. Indefensa ante los males del mundo y altruistamente dedicada a complacer a su marido y a cuidar de sus hijos.
El Eterno Femenino
Pero en ambos los casos, la representación de la mujer en el arte europeo dependía de una mentalidad limitada por antagonismos. Atrapada entre el materialismo y el misticismo, el vicio y la virtud, la doctrina cristiana y la atracción por el paganismo. Pendulando de un extremo al otro, sin solución de continuidad.
La feminidad era caracterizada como una especie de misterio indescifrable para los hombres. Un principio dual, reflejado en la idea del “Eterno femenino” que sublimaba un constructo inmutable de “mujer”, rechazando la individualidad de las personas reales. Intentar encajarlas en unos estereotipos preestablecidos resultaba mucho más fácil que acercarse a los universos únicos e irrepetibles contenidos en cada una de ellas.
Los discursos esencialistas, engendrados por una sociedad polarizada a todos los niveles, acabaron solapando la visión del cuerpo femenino con el vientre. Al desnudo, con un objeto sexual, destinado a satisfacer miradas masculinas. A la mujer, con una manera de ser ambivalente, que oscila entre parejas de antónimos: la madre santa y la madrastra cruel, la virgen angelical y la joven perversa, el origen de la vida y el peligro de la muerte…
Vanguardias y cuerpo femenino
Si bien las primeras Vanguardias cuestionaron muchos de los principios heredados del arte anterior, mantuvieron (y perpetuaron) gran parte de esta perspectiva sobre el cuerpo femenino. Por supuesto, también hubo algunas voces críticas respecto a la hipocresía de una sociedad demasiado cegada por el propio brillo como para poder reparar en los errores que la guiaban.
La Olympia de Édouard Manet constituye un claro ejemplo de ello. En este cuadro, una prostituta parisina adopta la postura de la Venus de Urbino para subvertir sus significados. Allí donde la diosa desnuda de Tiziano es una alegoría del matrimonio, la mujer desnudada de Manet alude a las relaciones extraconyugales. A una fría realidad que probablemente muchos de los que calificaron la obra como “amoral” conocían de primera mano.
En los dos casos, el cuerpo femenino se convierte en objeto de deseo. En una representación de la visión masculina sobre la mujer. La diferencia reside en que, en el segundo, este hecho es evidente. No hay telón mitológico que lo esconda. Olympia parece consciente de cómo es mirada y responde con una invitación a dar un paso más. La cosificación es asumida y expuesta delante de todos.
No es de extrañar que la pintura fuera censurada, causando escándalo y duras críticas. Había cosas que se podían hacer, pero de las que estaba prohibido hablar. Por ello, arrojar luz sobre temas que se habían mantenido en la sombra resultó tan importante y revolucionario. Un primer paso en un sentido inesperado. Atreverse a mirar para llegar realmente a ver. Y, con suerte, esgrimir el poder de lo simbólico para cambiar la realidad.