Hopper
Por Sergio Delgado
Después de dos horas hablando del pintor Edward Hopper todo parece sacado de sus obras. Si uno de los objetivos del Arte es conseguir que el espectador olvide su realidad cotidiana, Hopper lo consigue de una forma curiosa: olvidas la realidad sumergiéndote más aun en ella.
Cogí el tren para regresar a casa y todo mi entorno era “hopperiano”. En el andén, la espera me invitó a fijarme en las figuras silenciosas que soportan pacientes la llegada del tren. La perspectiva de las vías, la horizontalidad del paisaje, el silencio.
De pronto Hopper estaba allí.
El silencio hace que todo se vuelva más artificial, más denso, más lento, hace que nuestros pensamientos retumben en la cabeza aislándonos del entorno, hace que busquemos un ordenamiento de nuestra vida cotidiana. Así es la influencia de una obra artística, puede contaminar nuestra percepción a corto plazo.
Llegó el tren, las ventanas, los edificios, los descampados, la periferia, las imágenes se suceden a través de los cristales del vagón, el tiempo se detiene, el viaje es interminable no por su recorrido sino por su rutina.
Las miradas se pierden hacia el horizonte, hacia fuera, hacia dentro.
Hopper nació a 40 kilómetros de Nueva York en Nyack, durante su época de formación hizo ese recorrido en tren dos veces al día. Ensimismado en sus pensamientos, apenas hablaba, introvertido y hermético como sus cuadros, será difícil saber lo que piensa. Rompió su silencio en París, conoció el amor por primera vez y conoció la bohemia francesa, años después cerró esa etapa de forma solemne con un cuadro “Soir Blue” despidiéndose de aquella vida romántica y de aquellas pinceladas nerviosas para convertirse en un pintor norteamericano. Lejos de las vanguardias optó por el arte figurativo.
LA ESPERA
Consiguió vencer el tedio de los trabajos de encargo gracias a la acuarela y de esa forma conoció también a Josephine que le acompañará los próximos 50 años. No debió ser fácil convivir con Hopper, pero Jo compensaba el silencio de Hopper con su carácter extrovertido. Y fue la acuarela la que dio a Hopper la oportunidad de abandonar su trabajo y dedicarse exclusivamente a la pintura.
A partir de ese momento comenzó ese universo denso, melancólico, solitario, como esos viajes infinitos en tren donde las historias se confunden.
Así pasaron los años con los paisajes en verano de la costa de Maine, en aquel coche comprado en 1927. Jo y él realizaban acuarelas al aire libre, algunas serían obras definitivas, otras Hopper las convertiría en escenas enigmáticas donde las vías del ferrocarril o los faros de la costa serán vestigios humanos en escenas ausentes de vida.
De nuevo el silencio, de nuevo el rumor del viento moviendo una cortina. Hopper no hablaba mucho, sus cuadros tampoco, las figuras esperan a que suceda algo, nosotros no resistimos la espera y nos imaginamos lo que ha ocurrido, lo que va a ocurrir.
Hopper lo ha conseguido, nos sumerge en su realidad o en su ficción para que completemos su obra y dejarnos así en evidencia ante nuestras propias conclusiones.
Fin de trayecto, el tren llega a su destino, mañana de nuevo volveré y Hopper estará por aquí sentado en la mirada ausente, en la luz crepuscular, en las ventanas de los edificios, pero hoy se despide como los dos comediantes de su último cuadro dando por acabada la función. Quizá sea cierto que una obra de arte contamina nuestra percepción, aunque quizá no sea a corto plazo.
Sergio Delgado