Circe ofreciendo la copa a Odiseo es una de las obras más reconocidas del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, así como una de las primeras de temática clásica realizadas por este artista.
Circe, la hechicera que transforma a los hombres en fieras
Para este cuadro, Waterhouse se inspira en uno de los episodios narrados en la Odisea. Concretamente en el Canto X, que cuenta la llegada de la tripulación a la isla de Eea, habitada por una poderosa hechicera: “Circe de hermosos rizos, diosa terrible, dotada del habla”.[1]
Transcurridos tres días y habiéndose ubicado, Odiseo (Ulises en la versión latina) envía una expedición formada por veintitrés hombres hacia el palacio de la divinidad. Dejemos que Homero nos describa lo que éstos encuentran:
“En el valle hallaron la casa de Circe, bien trabajada
con piedras pulidas, en un lugar por doquiera visible.
Alrededor de aquélla había montaraces lobos y leones,
que ella había hechizado tras darles sus fármacos malos.”[2]
Un esplendido palacio en medio del bosque, custodiado por fieras salvajes, pero mansas. Una bella voz cantando y al poco rato, la invitación de Circe a acompañarla dentro para un banquete. Aceptaron con alegría. Solamente uno –Euríloco- permaneció atrás, “sospechando que era un engaño”[3].
Este último hizo bien, pues –aprovechando el ambiente festivo- Circe echó “sus fármacos” en las respectivas copas de vino de los hombres, transformándolos en cerdos.
Euríloco –que había presenciado los acontecimientos desde cierta distancia- se quedó pasmado. Sospechaba algo malo, mas no de esta envergadura. Fue corriendo a avisar al resto de la tripulación acerca de los peligros que acechaban en la isla. Mejor huir y darlos por perdidos que enfrentarse a un alguien tan poderoso, les instó entre lágrimas.
Odiseo, aconsejado por Hermes
Pero Odiseo ya había perdido demasiado. Demasiado tiempo y a demasiados seres queridos entre la larga Guerra de Troya y el tortuoso viaje de vuelta a Ítaca. Tenía que rescatar a sus tripulantes. O, al menos, tenía que intentarlo.
Con el riesgo de correr la misma suerte que ellos, emprendió el camino hacia la casa de Circe. La fortuna hizo que Hermes, dios de los viajeros y de la astucia, se fijara en él y decidiera ayudarlo. Después de todo, Odiseo era un paradigma de ambas cosas. El alado mensajero salió a su encuentro, le informó sobre los planes de la hechicera y le proporcionó una planta mágica llamada “moly”, con la que contrarrestar sus embrujos.
Circe ofreciendo la copa a Odiseo
Así, Odiseo llega al palacio de Circe. Ella le ofrece la copa llena de “fármacos”. Ésta es la escena que Waterhouse plasma en su cuadro.
Igual que en todas sus obras, este pintor escoge el punto culminante de la historia para representarlo desde el estatismo y la quietud. Como si el tiempo se hubiese detenido en ese preciso instante. Entre la altivez de Circe y la duda de Odiseo. Para permitirnos disfrutar de su poesía. Para hacernos sentir su peligro…
Un momento apresado en la eternidad que invita a reflexionar sobre las dualidades contenidas en el mito. Que saca a relucir los hilos que vinculan opuestos. Que convoca emociones contradictorias y destinos aparentemente antagónicos, enfrentándolos en un baile inmóvil.
Circe…. Una diosa sublime que esconde unas intenciones siniestras. El delicado velo que cubre su cuerpo deja entrever su pálida piel. Su linaje de ninfa. Su belleza lánguida, con la que los artistas acostumbraban a describir la feminidad en la Inglaterra victoriana. Pero su mirada soberbia nos recuerda su condición de hechicera de proporciones legendarias. Temida en la Hélade entera e incluso en el Olimpo. Seductora y letal, una “femme fatale” moderna recortada sobre un trasfondo mítico.
Odiseo… Un héroe cansado de dar vueltas por el Mediterráneo en sus frustrados intentos de regresar a su tierra natal. Valiente y astuto a partes iguales. Dividido entre el deseo de vivir las más maravillosas aventuras que un humano pudiera contar y el deber de volver a su casa para proteger a los suyos.
El suspense retumba en la estructura del cuadro.
La magia del círculo
La composición integra círculos por doquier. Formas perfectas, símbolos de la eternidad, recurrentes en la pintura de Waterhouse, como también lo son las superficies reflectantes, que revelan tensiones entre contrarios.
En este caso, ambos elementos moldean la arena en la que convergen dos realidades diferentes: la de una diosa y la de un mortal. A uno y otro lado del espejo.
Circe magnífica, llena de confianza, sentada en un áureo trono flanqueado por fieras salvajes. Sus pies no tocan el suelo –metáfora de su condición divina- sino que reposan sobre un escabel adornado con cabeza humana y pies de bestia.
Odiseo cauto, lleno de dudas. Intentando salvar a sus compañeros transformados en cerdos y pensando en el barco que le llevará de regreso a casa. Sopesando el precio que tendrá que pagar por ello.
Lo único que trasciende – que se desdobla a uno y otro lado del espejo- es la magia de Circe. La copa llena de “fármacos” que le ofrece a Odiseo y la varita con la que pretende completar su mutación en cerdo.
No obstante, Waterhouse aprovecha la escena para mezclar algo de su propia magia. Una magia inherente al arte y a la creación. Con un giro de pincel, convierte al protagonista de la Odisea -al gran héroe aventurero de la tradición literaria europea- en un personaje secundario.
Porque -aunque el espejo refleje la imagen de un prudente Odiseo, listo para empuñar su espada- a quien Circe está observando fijamente es a ti. Sí, a ti que la estás mirando.
Seductora y altiva, te ofrece una copa que contiene un liquido purpúreo. Frágiles flores violetas marcan tu camino hacia ella. Sólo os separa un paso…
¿Será veneno o ambrosía? ¿Has escuchado los consejos del dios Hermes? ¿Te atreves a probar?
[1] Homero (siglo VII a.C.): Odisea, Versión de Pedro C. Tapia Zúñiga, UNAM, 2017, Canto X: 136.
[2] Idem, Canto X: 210-214.
[3] Idem, Canto X: 233.