La relación entre pintura y poesía es algo que los seres humanos venimos observando desde antiguo y que continúa maravillándonos en la actualidad. Juegos, metáforas y relaciones sutiles que logran hablarle a lo más profundo de nuestra alma, ya sea a través de las imágenes o de las palabras. Aunque se trate de formas eminentemente distintas, el efecto que logran producir nos resulta extrañamente parecido: así como la pintura, la poesía.

Formas de sabiduría ancestrales

La conciencia de esto no es algo nuevo. Sabemos, por ejemplo, que Simónides de Ceos -un poeta lírico griego del siglo VI a.C.- ya había reflexionado acerca de esta similitud: “La poesía es pintura que habla y la pintura, poesía muda” decía. Dos milenios y medio más tarde, su afirmación  sigue manifestándose como exquisitamente acertada.

Pero, aunque a nadie le quepa duda sobre la capacidad para filosofar de los antiguos griegos, tenemos que reconocer que el que popularizó dicha idea fue –también en este caso- un romano. En concreto, el poeta latino Horacio que la postuló como un tópico en su Arte poética, epístola que ayudaría a sentar los principios según los cuales nuestra cultura entiende la literatura.

Jacques-Louis David (1748–1825): Apeles pinta a Campaspe en presencia de Alejandro Magno. Óleo sobre lienzo. Palais des Beaux-Arts de Lille.

Jacques-Louis David (1748–1825): Apeles pinta a Campaspe en presencia de Alejandro Magno. Óleo sobre lienzo. Palais des Beaux-Arts de Lille.

Ut pictura poesis: como la pintura, así es la poesía. Una locución que resumiría la visión mimética del arte propuesta por Aristóteles, otorgándole algunos matices epicúreos.  Desde esta perspectiva, la poesía y la pintura tienen en común el efecto que logran producir en quienes entran en contacto con ellas. Es decir, el goce estético que experimentamos al dejarnos seducir por la belleza de sus formas.

Pero comparten algo más: la inspiración en la Naturaleza y la imitación de sus estructuras intrínsecas,  algo que -para los pensadores antiguos- constituiría el sentido de todas las artes.

El renacer de una idea

En esta búsqueda de un denominador común que precediera y fundamentara las diferentes disciplinas artísticas, encontramos sumidos también a los pensadores del Renacimiento. Durante dicha época, la imitación de la Naturaleza vuelve a ser causa y fin de la creación humana.

Mas no se trata de una imitación superficial o azarosa, sino de una búsqueda incesante de aquellos principios sutiles que residen en la configuración del mundo que nos rodea. Un esfuerzo constante por extraer el ideal contenido en la diversidad de las formas aleatorias. Un afán inquebrantable por llegar a la Belleza misma que Platón había descrito con tanta elocuencia en sus Diálogos.

Podemos encontrar ecos de esta concepción en prácticamente todas las manifestaciones artísticas, tanto del Renacimiento como posteriores. Sin embargo, pocas han alcanzado tanta notoriedad como los hallazgos del que aceptamos como paradigma incuestionable de genio universal: Leonardo da Vinci.

Porque pocas otras personas a lo largo de la Historia han sabido abrir tantos caminos para el conocimiento como este peculiar visionario nacido «en la tercera hora de la noche» del sábado, 15 de abril de 1452, en las cercanías de Florencia.

En lo que actualmente nombramos como su Tratado de la pintura – una recopilación de sus notas y escritos recogidos después de su muerte para ser publicados en 1651- da Vinci remite constantemente a esta noción de la Naturaleza como gran maestra, cuyo estudio requiere una devoción casi absoluta:

“El Pintor debe ser universal y amante de la soledad, debe considerar lo que mira y raciocinar consigo mismo, eligiendo las partes más excelentes de todas las cosas que ve; haciendo como el espejo que se trasmuta en tantos colores como se le ponen delante, y de esta manera parecerá una segunda naturaleza.”[1]

Leonardo da Vinci: Santa Ana, con la Virgen y el Niño (c. 1503). Óleo sobre tabla. Museo del Louvre, París.

Leonardo da Vinci: Santa Ana, con la Virgen y el Niño (c. 1503). Óleo sobre tabla. Museo del Louvre, París.

Este precepto es algo que Leonardo cultivó escribiendo también poemas. Sin embargo, al haberse perdido todas sus composiciones métricas, sólo nos queda el ejemplo de su Soneto moral que nos habla del tipo de naturaleza favorito para el antropocentrismo renacentista. Esto es, de la naturaleza humana:

“Quien quiera lo imposible, otro pretenda;

que es lo imposible pretender locura.

Sabio es el hombre, pues, cuando sin cura

de lo que no ha de ser se desentienda.

 

Eche a saber, poder o ansiar la rienda,

pues es dolor cuanto el deseo procura;

y así puede tan solo esta atadura

llevar la razón fuera de su senda.

 

No siempre se ha de ansiar lo que se puede,

que amargo el dulce al fin se vuelve presto:

yo al tener lo que ansié ya lloré en breve.

 

Así, pues, tú lector, en esto cede:

si a ti quieres ser bueno, y caro al resto;

quiere siempre poder lo que se debe.”

Una pequeña muestra en verso del pensamiento de Leonardo sobre las aspiraciones, el deber, el conocimiento de uno mismo y la expresión de la excelencia a través del arte…

Una excelencia que hoy notamos, sin esfuerzo alguno, en la pintura. Pero una excelencia cuyo reconocimiento requirió un cambio drástico de paradigma, impulsado por varias generaciones de artistas e intelectuales de la Edad Moderna.

 

Así como la poesía, la pintura

Y es que, para la mentalidad de inicios del Renacimiento, tan afianzada en el juicio medieval acerca de las artes, la pintura era poco más que una especie de artesanía. Un arte manual cuyo valor residía en la destreza técnica del ejecutante y en la riqueza de los materiales empleados.

Innovación, ingenio, originalidad y otros innumerables conceptos que actualmente asociamos a las artes plásticas como si fueran inherentes a éstas, no encajaban en dicha visión medieval.

Y aquí es donde entra en juego la famosa máxima de Horacio que mencionamos al inicio de nuestra pequeña disertación: ut pictura poesis, una equivalencia que los artistas invertirán a su favor.

Así como la poesía, la pintura… Porque si la poesía se consideraba un arte liberal que implicaba creación intelectual, esto significaba que la pintura también debía de ser algo más elevado de lo que su estatus de mera artesanía le permitía.

Rafael Sanzio: El Parnaso (1511). Pintura al Fresco. Museos Vaticanos, Ciudad del Vaticano.

Rafael Sanzio: El Parnaso (1511). Pintura al Fresco. Museos Vaticanos, Ciudad del Vaticano.

De hecho, el gran humanista del siglo XV, León Battista Alberti, hace un esfuerzo notable por dejar clara esta postura en De Pictura (1436) – uno de los primeros tratados artísticos de Época Moderna reconocidos como tales:

“[…]Será oportuno manifestar aquí cuan digna es el arte de la Pintura, de que empleemos en ella todo el cuidado y diligencia que sea posible. Esta arte tiene en sí una fuerza tan divina , que no solo hace lo que la amistad, la cual nos representa al vivo las personas que están distantes, sino que nos pone delante de los ojos aun aquellos que há mucho tiempo que murieron, causando su vista tanta complacencia al Pintor, como maravilla á quien lo mira. […]Es prerrogativa de la Pintura el que sus diestros profesores no solo sean alabados, sino reputados como muy semejantes á los Dioses. ¿Pero no es la Pintura la Maestra de todas las artes, ó por lo menos su principal ornamento? ”[2]

Alberti llenó su obra con irrefutables argumentos a favor de la pintura, iniciando así una larga tradición que reivindicaba las artes plásticas como frutos del intelecto. Un movimiento que halló su culmen en la era del Romanticismo, que otorgó a los artistas cualidades casi sobrenaturales. Genios capaces de elevar su visión más allá de los límites de lo conocido y de hacernos volar con ellos en los horizontes de lo extraordinario.

William Blake: Oberon, Titania y Puck con Hadas danzantes. (1786) Acuarela y grafito sobre papel. Tate, Londres.

William Blake: Oberon, Titania y Puck con Hadas danzantes. (1786) Acuarela y grafito sobre papel. Tate, Londres.

 

Un pedestal de raíces antiguas que todavía mantenemos, a pesar de todo lo que aprendimos a cuestionarnos con la Postmodernidad. Un altar dedicado al arte que nos recuerda la importancia de conectar con la Belleza. Tanto de la pintura, como de la poesía. Y, sobre todo, de valorar a sus creadores.

 

 

[1] Da Vinci, L. (1651) Tratado de la pintura, trad. Rejón de Silva, A., Imprenta Real, Madrid, 1827, p. 6.

[2] Alberti, L. (1435) De Pictura, trad. Rejón de Silva, A., Imprenta Real, Madrid, 1827, p. 220.

 

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