Hoy somos conscientes de que nuestro mundo necesita un cambio de paradigma. Supeditar el mito del progreso al bienestar humano. La competitividad a la colaboración. Volver a encontrar un equilibrio con la Naturaleza. Los acontecimientos recientes han puesto de relieve lo interdependientes que somos. Lo interconectados que estamos. Lo frágiles que podemos llegar a ser.
Son estos retos mundiales los que nos conducen a una verdad evidente: no estamos solos. Las distancias no son tan grandes. Las diferencias no son insalvables. Nos afectan las mismas cosas. Y contra fenómenos tan colosales como una pandemia o el cambio climático, no tiene sentido actuar de manera aislada.
Necesitamos aprender a colaborar antes que a competir. Porque estamos todos en el mismo barco. Compartimos el mismo mundo. Tanto para bien, como para mal.
Una cultura de la colaboración
Una lección aprendida arduamente que transmitir a las futuras generaciones. A través del arte, la música, la literatura… a través de estos canales potentes que perduran en el tiempo.
Tenemos arte y eso nos da esperanza. Contamos con medios capaces de hablarle directamente a aquello que nos hace humanos.
Tenemos algo por lo que trabajar. Algo en lo que tener fe.
Arte y competitividad
Pero aun aceptando la necesidad de este cambio de enfoque, no podemos parar de preguntarnos: ¿Tan mala es la competitividad? ¿No es justamente un clima de alta competitividad lo que ha propiciado los grandes avances de la humanidad? ¿Los mayores logros artísticos?
La respuesta más obvia es que sí. Desde los albores de nuestra civilización. Desde aquella antigua Grecia que consideramos madre de nuestra cultura. Conocemos de sobra el origen de las Olimpiadas: las distintas ciudades-estado se reunían cada cuatro años para enfrentar a sus mejores atletas en honor al Zeus de Olimpia.
Y no solamente a atletas, sino también a artistas. Porque los artistas griegos también competían. Se enorgullecían de sus obras. Buscaban fama y reconocimiento. Eran originales en su planteamiento de la originalidad.
Zeuxis, Parrasio y el trampantojo
El concurso más conocido- contado por Plinio- nos habla de dos pintores del siglo V a.C.: Zeuxis de Heraclea y Parrasio de Éfeso. Éstos se dispusieron a pintar obras que simularan el entorno de una manera magistral.
Zeuxis desveló una pintura de uvas tan realista que unos pájaros bajaron del cielo a picotearlas. Había logrado engañar a la propia Naturaleza. Entonces, desafió a Parrasio a enseñar su cuadro, oculto tras una cortina. Parrasio reveló que no había cortina alguna. Sólo la ilusión que él había pintado.
Zeuxis reconoció su derrota al instante: “Yo he engañado a los pájaros, pero Parrasio me ha engañado a mí”-dijo, zanjando así el encuentro artístico más famoso de la Grecia clásica.
Brunelleshi, Ghiberti y la competitividad en las puertas del Baptisterio de Florencia
Este tipo de certamenes siguió estando presente a lo largo de toda la Historia, proliferando desde el Renacimiento. De hecho, fue una competición la se toma como referente para hablar de la fecha de “inicio” de esta maravillosa etapa del arte occidental.
Así, se considera que el Renacimiento empezó en el año 1401, en Florencia. Cuando el Arte de Calimala- el gremio de los mercaderes de telas extranjeras- convocó un concurso para la realización de la segunda puerta del Baptisterio de San Juan.
Se presentaron muchos artistas de renombre. Los finalistas fueron Filippo Brunelleschi y Lorenzo Ghiberti. Sus representaciones del Sacrificio de Isaac, espectaculares. Tenían muchas similitudes, pero también grandes diferencias. Mientras que el relieve de Brunelleschi sintetizaba todo el naturalismo goticista, el de Ghiberti proponía un clasicismo rompedor.
Ghiberti ganó el concurso y, junto con su taller, creó las maravillosas puertas capaces abrirnos paso al Paraíso. Brunelleschi -herido en su orgullo- se fue a Roma a estudiar el arte antiguo.
Leonardo, Miguel Ángel y el Salón de los Quinientos
Este clima de competitividad no era fácil para los artistas. Pero les impulsaba a ser mejores. Y las ciudades italianas sacaron de ello todo el provecho que pudieron.
Los florentinos eran particularmente aficionados a este juego. Propiciaron muchas rivalidades. Pero pocas tan legendarias como la que enfrentó a las dos mentes más brillantes del momento.
En 1503, la Señoría de Florencia ideó una gran decoración para la Sala del Consejo del Palazzo Vecchio. La ciudad había superado una época de tiranía. Era el momento de celebrarlo y conmemorarlo.
Para ello, invitaron al renombrado Leonardo da` Vinci y al joven e impetuoso Miguel Ángel Buonarroti. Se les encargó pintar dos frescos en una misma sala. En paredes enfrentadas. Representando las batallas de Anghiari y de Cascina, respectivamente.
Los dos artistas no se soportaban… Quizás fuesen celos o quizás estuviesen demasiado confiados en la superioridad de sus propios planteamientos. Cada uno quería hacer saber al otro de lo que era capaz. Y crearon dos obras colosales.
La competitividad entre dos batallas
En La batalla de Anghiari, Leonardo concentra toda la furia que puede contener un momento. Una mezcla de hombres y caballos moviéndose con la rapidez de un tornado. Los gritos resuenan congelados. El terror de la muerte retumba en los ojos de los animales. Pero la obra sigue siendo equilibrada. Leonardo había encontrado la cuadratura del círculo.
Miguel Ángel aprovechó La batalla de Cascina para hacer alarde de sus conocimientos anatómicos. Para revelar toda la magnificencia divina hallada en los cuerpos humanos. Antes que a una batalla, esta imagen recuerda –más bien- a una playa nudista. Pero no por eso deja de ser impresionante. Los personajes llevan impresa la colosal fuerza de la mano del artista que pintaría el Juicio Final.
Desgraciadamente, ninguna de las dos obras llegó a terminarse. Las conocemos hoy a través de copias de otros pintores. Cuando miramos estos dibujos, nos damos cuenta de las maravillas que un clima de competitividad puede llegar a engendrar.
Más allá de la competitividad
Sin embargo, necesitamos ampliar un poco esta perspectiva. No olvidemos que en la Antigua Grecia, las Olimpiadas eran una razón suficiente para parar las guerras. Abrían un espacio donde encontrarse y competir bajo el signo de la paz.
De igual manera, es notable como la anécdota de Zeuxis y Parrasio ha inspirado a generaciones enteras de artistas. El reconocimiento por parte de Zeuxis acerca de la superioridad técnica de su oponente nos habla de la capacidad de mirar más allá del propio ego.
También recordemos que, tras perder el concurso para las puertas del Baptisterio de Florencia frente a Ghiberti, Brunelleschi se replanteó su carrera como escultor y se centró en la arquitectura. La cúpula de la Catedral de Santa María del Fiore –uno de los símbolos del Renacimiento- es el magnífico fruto de esta acertada decisión. También es símbolo del empeño de los florentinos de construir la ciudad más bella del mundo. El logro de una sociedad dispuesta a emplear su tiempo y recursos para un fin común.
Aunque no hay fuentes que nos lo aseguren, podemos imaginar que el encuentro entre los dos artistas más geniales de su momento – Leonardo y Miguel Ángel- ocasionó algo más que miradas celosas. Sus obras estaban dispuestas una en frente de la otra. Debieron de observarlas con suma atención. El planteamiento de ambas es brillante. Buscan la misma verdad, sólo que de manera distinta. Es imposible no reparar en esto…Así que esta oposición no duró mucho tiempo. Los dos abandonaron el proyecto. Siguieron sus propios caminos, habiendo influido el uno en el otro…
De la competitividad a la esperanza
Retomando la pregunta, podemos afirmar que la respuesta más obvia es que sí, pero que necesita matizarse. La competitividad está en la misma raíz de nuestra cultura. Pero no podemos olvidar que también lo está la colaboración. El reconocimiento del valor del otro. El intercambio de conocimientos. La fundación de espacios que los integren. Y, sobre todo, la lucidez de un sueño común: crear un mundo bello. Hallar la verdad que nos hace ser humanos.
Tenemos arte y eso nos da esperanza. Amamos la sabiduría que su contemplación entraña. Sabemos amar y eso nos une. Y es algo por lo que trabajar conjuntamente, más allá de las inercias competitivas. Algo en lo que tener fe… Algo por lo que empezar…